Una foto, una pintura, una escultura, o cualquier otro tipo de
expresión artística, como artista o diseñador y ejecutor de la obra, o como espectador o usuario que admira y disfruta de la misma, si bien pueden no ser las mismas sensaciones y motivaciones, lo cierto es que en ambos al final se produce algo similar, felicidad.
Desde el artista o diseñador, que movido por esa inspiración, es capaz de trabajar sin cesar hasta lograr plasmar esa idea genial, en un despliegue de energía vital, emociones y talento, entregando el fruto de su esfuerzo a los demás, para su disfrute y regocijo. Hasta el espectador o usuario que admira, disfruta y se conmueve con lo que ve y siente, haciendo honor y dando tributo al esforzado artista.
Se entabla así un diálogo no verbal, en el que lo transmitido hacia un lado y hacia el otro, genera felicidad y regocijo, algo en lo que todos tenemos para aportar desde lo más profundo de nuestro ser, pues somos artesanos de nuestra vida.
El pueblo en el que vivo desde hace algo más de diez años, como otros tantos con muchos cientos de años, son en si mismos obras de arte. Desde las piedras talladas, la forja de los balcones y una infinidad de cosas que a quienes observamos nos dejan maravillados.