Cuando las mayorías absolutas no sirven al regocijo y la felicidad del pueblo, evidencia claramente incapacidad, impericia, falta de voluntad, mala intención y corrupción por parte de quienes ejercen el poder.
Esa arrogancia, esa mala intención, esa estupidez, se hacen más claras cuando se ponen ciertas ideas políticas por encima de las leyes vigentes. En cuyo caso, ese gobernante de turno se transforma automáticamente en un delincuente, en un sujeto indigno de la confianza que el pueblo le otorgó.
Más allá de que el propio pueblo lo juzgará a su modo y cuando tenga oportunidad, la justicia debería tener la suficiente autonomía, la suficiente capacidad desde todo punto de vista para actuar en consecuencia contra esos delincuentes, a pesar de sus fueros.
Se trata de delitos que afectan al bienestar, al desarrollo, a la felicidad de todo un pueblo que siempre actúa de buena fe, intentando lo mejor para todos.
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