El vino nos acompaña desde tiempos
inmemoriales, es el elixir divino por excelencia, que tanto ha
alimentado, relajado y ayudado a la salud de la humanidad. Entre
otras propiedades tiene la virtud de aglutinar y hacer sociables a
las personas, que con una copa de vino, un fuego y poco más, pueden
estar horas conversando y pasando momentos agradables, de alegría y
felicidad.
Esa camaradería, complicidad, amistad
y felicidad entorno a una copa de vino, es algo insuperable, pues
cuando se chocan las copas en un brindis, se confirma una fraternidad
cuasi divina.
Qué agradecidos debemos estar a
Dioniso (Baco), y sus esforzados colaboradores los bodegueros, por la
alegría, algarabía y felicidad que nos producen esos maravillosos y
mágicos elixires.
La primera vez que entré en una
bodega, fue siendo niño y acompañando a mi padre. Era época de
vendimia, y transportábamos la uva cosechada en la granja del
laboratorio. Un predio de 24 hectáreas en César Mayo Gutierrez, a
medio camino entre Colón y La Paz, que entre otras producciones
tenía cuatro hectáreas de viña. La bodega Santa Rosa, en su
momento una de las más importantes del Uruguay, nos quedaba a dos
kilómetros, eramos del barrio.
La foto, es en una bodega de Reims.
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